Cuando era niño tantos años atrás, en aquellos días inocentes en los que los elefantes volaban de flor en flor y la eternidad del cangrejo era mala publicidad para el cangrejo, siempre me preguntaba que cómo serían las cosas "en el futuro".
Recuerdo claramente largas e interesantes conversaciones entre nosotros, curiosos y precoces chavales, amigos de infancia y compañeros del alma, en las que frecuentemente nos preguntábamos —e intentábamos responder— nuestras inquietudes respecto "al mundo que nos espera cuando seamos grandes".
Quizás gran parte de aquella curiosidad era suscitada por las influencias de lo que en ese tiempo pasaba por ciencia ficción y estimulada por personajes con atributos muy especiales tales como "El Fantasma", "Buck Rogers" y "Superman" de las tiras cómicas de aquel entonces, así también como las aventuras que surgieron de la fecunda mente de Julio Verne, cuyos libros ya había leído para cuando cumplí mis diez años. Posteriormente, el advenimiento del interminable menú de películas de ciencia ficción, tales como “Viaje a las estrellas” o “Guerra de las galaxias”, competía con las rosetas de maíz que uno afanosa y nerviosamente engullía mientras que en cualquier escena espeluznante proyectada sobre el telón del teatro, alguna entidad extraterrestre sigilosamente se le acercaba al humano desprevenido y lo último que se veía, eran los desorbitados ojos del pobre infeliz, su boca abierta en expresión máxima de terror final al ser atrapado por el alienígena. ¡Definitivamente una escena que hacía morder calzón!
Recuerdo claramente imágenes futuristas representado delgadas y altas edificaciones rematadas en estructuras esferoidales y rodeadas de cintas planas a diferentes niveles que culebreaban entre ellas sobre las cuales se desplazaba una considerable cantidad de vehículos, que observados desde esas alturas, proyectaban la imágen de hormigas militares en algún ejercicio de precisión marcial.
¡Qué mundo tan fascinante era aquel! Pasaba horas enteras divagando sobre lo increíble que sería formar parte de aquella metrópolis del futuro, con edificios súper modernos, carreteras perfectamente planas y varios habitantes volando por los aires con sus respectivos cinturones antigravitarios que mientras volaban, se comunicaban por medio de diminutos aparatos personales que parecían televisores a color en miniatura.
¿Cinturones antigravitarios? ¡Lo máximo! pensé yo. ¡Eso sí sería lo último en tecnología! Ya me imaginaba sobrevolando el parque que quedaba directamente al frente del edificio donde vivía, saludando a mis amiguitos desde "allá arriba", demostrándoles desde las alturas mis pericias y habilidades de mini piloto, revoloteando sobre ellos como una gigantesca polilla. Claro, al haberlos deslumbrado con esas proezas aéreas y con tremendo equipo tan avanzado, de inmediato me convertía en la persona más popular del barrio e imaginé que poco después mucha gente estaría desplazándose de un lugar a otro mediante aquella novedosa modalidad de transporte, porque al fín y al cabo, ¡estábamos en el siglo 21!
Quién sabe cuanto tiempo estuve allí pensando en las muelas del gallo, cuando súbitamente me asaltaron varios pensamientos pavorosos, casi apocalípticos. ¿Qué pasaría si una señora gordísima intentara volar con dicho cinturón? Y si un ciudadano decidiera echarse unas copas con sus amigos, ¿cómo se orientaría para llegar a su casa, sin estrellarse contra algún poste, asta de bandera o rebotar de edificio en edificio? Por otra parte, me daba risa el pensar en el gran sentimiento del vacío y del pánico que se apoderarían del pobre viajero cuyo aparato repentinamente dejara de funcionar en pleno vuelo y se desplomara varios metros hacia abajo, hasta caer sobre un toldo de alguna frutería o bién un mojón de pradera recién depositado por alguna entidad vacuna: ¡eran escenas típicas de alguna astracanada!
No obstante, el peor de aquellos pensamientos era el de visualizar a esa señora gordísima intentando ponerse su cinturón antigravitario, haciendo contorsiones, sudando y bregando con las correas para podérselo abrochar, arrugando su ropa de tal manera que mientras se le chupaba la falda por detrás delineando su amplia propiedad raíz posterior, se le salía el busto por delante exponiendo parte de su anatomía frontal exagerada. La visión era estrambótica como hilarante, no obstante me dejó traumatizado de por vida.
Por eso, hasta hoy en día, cada vez que salgo de algún recinto, lo primero que hago es mirar hacia arriba, porque a la postre, ignoro si esa señora pudo por fín despegar y también porque al fin y al cabo ¡estamos en el siglo 21!
André Csihas
Abril 19 de 2010
San Antonio, Texas
Tuesday, April 20, 2010
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1 comment:
Buenos dias, Andre,
Muy entretenido tu ensayo.
Seguimos en contacto!
Bertha
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